DE LA MANO DE LAS PIEDRAS SAGRADAS:
Los grandes cacicazgos de las llanuras (1830-1880)

(Artículo incluido en "Hijos del viento, Arte de los pueblos del sur, siglo XIX" .
Catálogo Colección Eduardo P. Pereda. Fundación PROA, Buenos Aires,2002)

 
Embajada indígena dirigida por el
cacique Huenchuquir
“Mis ojos son pocos para mirar a tantas partes”
(Calfucurá, 1859)


“...el toqui curá baja en la tormenta.
Eso hay arriba, porque arriba también
tenemos mucho mapuche arriba...
que ellos fabrican, hacen sus cosas”
(Amaranto Aigo, ex lonko, comunidad Ruca Choroi, febrero 2001)

Los hacedores de estos objetos extraordinarios fueron hombres y mujeres indígenas pertenecientes a los “araucanos”, que durante cuatro siglos ocuparon una vasta extensión de los actuales territorios de Chile y Argentina.

Habían venido del otro lado de los Andes, desde antes del siglo XVI, primero en escaso número y con el correr del tiempo en nutridos contingentes. Pasaron por los corredores del Neuquén, a través de la cordillera de los Andes. Del otro lado de las montañas se extendían desde el río Choapa al norte y el archipiélago de Chiloé al sur, en tres grupos principales: picunches (norte), mapuches (centro) y huilliches (sur).

En el actual territorio neuquino -en la región centro oeste-, entraron en contacto con los pehuenches y luego con los tehuelches, los habitantes originarios de Pampa y Patagonia. Con esas comunidades mantuvieron vínculos pacíficos y también guerreros, que a la postre resultaron en la dominación casi total de la región, que incluía lo que hoy es gran parte de las provincias de Buenos Aires, La Pampa, Rio Negro, Neuquén y Chubut.

Llegaron a ocupar una vastedad increíble que solo pudo ser posible por una multiplicidad de factores: su transformación en culturas ecuestres, la fuerte identidad étnica -asociada a una notable capacidad para la resistencia-, una cosmovisión aglutinante y la presencia de fuertes jefaturas.
Huilliches, vorogas (araucanos de la zona de Vorohué), aucas (mencionados así en las crónicas del siglo XVII) , pehuenches, mapuches, fueron incorporándose cada vez con mayor número a la nueva tierra, aquí, “en donde corren los avestruces”, el hogar de los tehuelches. El gran tronco mapuche fue el que prevaleció y el que finalmente dio la denominación genérica incluso a los grupos étnicos actuales.

Paulatinamente, su forma de vida original, agricola y pastoril se transformó en las nuevas tierras en una economía basada en la apropiación del ganado de los pueblos “blancos” de la frontera, que, con centro en Buenos Aires, comenzaba la lenta pero irreversible marcha hacia los territorios libres indigenas, ese espacio geográfico que permaneció en poder de los indios hasta la “Conquista del Desierto” en 1879.

Precisamente ese eufemismo de llamar “desierto” a las tierras indígenas fue parte de la negación de una realidad que no se quería ver, o que se quería minimizar por parte de los centros de poder “blancos”: la presencia de los hijos de la tierra, esos con olor a grasa de potro y las crenchas al viento, con sus caballos embrujados y con sus tolderías que posibilitaban una mezcla de gentes provenientes de todas partes.

El proceso que se denominó “araucanización” fue una dinámica que en las llanuras involucró a grupos étnicos de muy diverso origen, algunos de los cuales fueron el resultado de una creciente mestización.

En las primeras décadas del siglo XIX y hasta aproximadamente 1880, con epicentro en la provincia de La Pampa, se destacaban los asentamientos de “araucanos”en Salinas Grandes (mapuches, pehuenches y huilliches), liderados por Calfucurá y Namuncurá; las comunidades ranqueles (de origen tehuelche y mapuche) con centro en Leuvucó en el límite con la provincia de San Luis y guiadas por los jefes pertenecientes al linaje de los zorros: Yanquetruz, Painé Guor, Paguitruz Guor (Mariano Rosas) y Epumer; y comunidades tehuelches-mapuches con mayor grado de autonomía, con Vicente Pincén y Nahuel Payún a la cabeza, que también ocupaban parte de la provincia de Buenos Aires.

Algunos de estos grupos fueron llamados “pampas” por los primeros cronistas, denominación genérica que pasó hasta fines del siglo XIX, y que en realidad, una vez más, hace alusión a comunidades de diverso origen.

Para la misma época, otros importantes asentamientos se extendían en la provincia del Neuquén, con grupos de mapuches -liderados por Reuque-Curá- y tehuelches-mapuches conducidos por Valentín Sayhueque, Señor de las Manzanas, el último cacique en rendirse a las fuerzas militares en 1885.

Otros cacicazgos completaban este panorama étnico-cultural de grandes proporciones, que organizó la resistencia en los territorios libres indígenas de las llanuras, hasta fines del siglo XIX: Baigorrita y Ramón Cabral (Platero) entre los ranqueles; Gervasio Chipitruz, Manuel Grande y Calfucir en la zona de Azul; Purrán y Foyel en el territorio neuquino; entre muchos otros.

En gran medida, la hegemonía alcanzada por los “araucanos” se debió a los liderazgos descollantes de estos toquis (jefes de la guerra) y lonko (caciques) que aglutinaron a miles y miles de hombres, manteniéndolos de pie en defensa de sus culturas. El punto culminante se alcanzó con la llegada y asentamiento del toqui Calfucurá en Salinas Grandes, en 1834.

Estos jefes eran hombres especiales. Poseedores del don de la palabra; con atributos de sacralidad; considerados en muchos casos con poderes especiales que los hacían excepcionales. Muchos eran adivinos. Solían tener visiones y sueños cuyos significados luego interpretaban en beneficio de sus comunidades. Con sus piedras sagradas, como esa de color azul que el mismo Calfucurá encontró siendo aún un adolescente y que lo acompañó desde entonces señalándole su camino de liderazgo y aún su propio nombre (Calfu: azul ; curá: piedra).

Los grandes caciques eran algo más que jefes de la guerra. Representaban una cosmovisión y un mundo espiritual, que a su vez permitió el sostenimiento de la identidad y la autonomía indígena por un tiempo muy prolongado. No estaban solos en esta empresa. Además de la comunidad que los seguía casi incondicionalmente, estos hombres contaban con las machi o chamanas, mujeres curadoras y encargadas de establecer los puentes con los planos sobrenaturales; las pillan kushe o ancianas espirituales; los encargados de la rogativa o nguillatún y muchos de los artistas que hicieron estos objetos, como el retrafe o platero, considerado en muchas ocasiones también como alguien fuera de lo común.

Los Señores de la Tierra, más allá de ejercer claramente su autoridad, tenian una forma particular de gobernar. Paguitruz Guor, el jefe ranquel le decía a Mansilla que “en esta tierra el que gobierna no es como entre los cristianos. Allí manda el que manda y todos obedecen. Aquí hay que arreglarse primero con los otros caciques, con los capitanejos, con los hombres antiguos. Todos son libres y todos son iguales” (Mansilla 1989:266)

Los caciques eran depositarios de un fuerte poder politico y sumamente complejo. Tenían un parlamento interno -la máxima instancia en la toma de decisiones- conformado por los caciques de menor rango y los capitanejos. Tenían escribientes, lenguaraces y voceros (werken), a través de los cuales se comunicaban con los visitantes y el Gobierno Central. Con este firmaron gran cantidad de tratados en los que se establecían los intercambios, los limites territoriales, las condiciones para la paz. Solían recibir en las tolderías los diarios de la época, lo que les permitía acceder a una información constante y actualizada. Algunos de ellos poseían un archivo con documentación muy variada.

Las decisiones importantes solían llevarles varios días; porque eran procesos colectivos en que no se llegaba a la definición hasta que todos los que tenían algo para decir lo hubieran hecho. Así era en el caso de la sucesión de un gran lonko o bién en la declaración de la guerra o el establecimiento de la paz.

Existían lugares “neutrales” en donde las distintas comunidades se reunían a parlamentar y discutir sobre temas comunes. Es posible que la actual zona de Trenque Lauquen en la provincia de Buenos Aires, haya sido un lugar elegido para estos fines. Su mismo nombre (Laguna Redonda) nos sugiere también esta posibilidad.

Ministros, diplomáticos, científicos, militares, sacerdotes, viajeros, todos generalmente enviados por el Gobierno de Buenos Aires, entablaron vínculos con ellos en un diálogo que por décadas fue horizontal. De iguales a iguales. Con algunos Presidentes llegaron a tener contacto epistolar y aún personal.

Por parte del hombre blanco, llegar fisicamente hasta ellos era una tarea más que dificultosa, aunque no imposible. Era imprescindible demostrar claridad de espíritu. Y cumplir con un protocolo complicadísimo que podía llevar días y días en las inmediaciones de las tolderías. El padre Salvaire, en ocasión de dirigirse a entrevistarse con Manuel Namuncurá en sus toldos de Chilhué (Salinas Grandes) en 1875 para gestionar el rescate de algunos cautivos, relata que ese protocolo remitía a un rito sagrado, con el cual el cacique quería recibir al embajador del Arzobispo siguiendo en esto antiquísimas costumbres. Y cuenta que luego de varios días en que fue escoltado por nutridos grupos de indios que lo hacían detener, y luego volver a emprender la marcha, descansando incluso en los toldos de un capitanejo, llegó el día en que debía presentarse frente al “monarca” de Salinas Grandes:

“Recibimos orden de adelantar. Hacemos como una cuadra de camino. Recibimos otra orden de pararnos. Detrás de los médanos se divisan innumerables lanzas. Llegan corriendo unos diez hombres con dos lenguaraces a saludarnos en nombre de Namuncurá. Innumerables preguntas. Vienen y vuelven cuatro veces. En fin, nos manda Namuncurá avanzar. Subimos sobre el médano; inmediatamente nos encontramos encerrados en un inmenso cerco de indios con lanzas. Gritería, cornetas; lanzasos al carro. Recibimos la orden de pararnos. Nuevas preguntas. En fin, recibimos orden de presentarnos delante del Cacique. Al galope. Nos estrechan los indios gritando. En el fondo del cerco, los indios más apiñados en 4 o 5 cercos. El laberinto para llegar al Cacique. Los antiguos capitanejos sacan de la vaina sus espadas para amenazarme, porque habían dicho que tenía el Gualichu”
(Diario del padre Salvaire. En: Durán 1998: 267)

Muchos años antes, San Martín había tenido un intenso contacto con los líderes pehuenches cuando previamente al cruce de los Andes debió parlamentar durante varios días con ellos en Mendoza. Sentado en el círculo ceremonial, en medio de discursos interminables, se dirigió al anciano Necuñan y pidió autorización para atravesar sus tierras. Por medio de su lenguaraz Guajardo les dijo: “...debo pasar los Andes por el sud, pero necesito para ello licencia de ustedes que son los dueños del país” (Rojas 1940:162)

Los caciques fueron el símbolo de una época en que la construcción de una nación plural era todavía posible, a pesar de las violencias. Incluso muchos de ellos intentaron la vía del entendimiento hasta último momento. Al igual que sucedía en el lado de los “blancos”, en donde también muchos procuraron ese acercamiento. Pero esta alternativa no pudo ser y un día los Principales de la Tierra dejaron de galopar por las llanuras.

Lo que no pudo morir fue su espíritu, encarnado en los actuales descendientes, y también en la necesidad creciente de cada vez más personas de recuperar valores como el respeto a la naturaleza y a todos los seres vivos; el sentido comunitario de la existencia; lo imprescindible de la conexión con lo sagrado. Esa conexión que muchos de los grandes lonkos corporizaban en sus piedras, esas mismas que hoy en día algunos paisanos piensan que llegan desde arriba, fabricadas por los mapuches del cielo en las noches de tormenta.

Carlos Martínez Sarasola

Bibliografía
CLIFTON GOLDNEY, Adalberto A. 1963. El cacique Namuncurá. El último soberano de la Pampa. Buenos Aires, Huemul.

DURAN, Juan Guillermo. 1998. El padre Jorge María Salvaire y la familia Lazos de Villa Nueva. Un episodio de cautivos en Leubucío y Salinas Grandes. En los orígenes de la basílica de Luján.1866-1875. Buenos Aires, Facultad de Teología, UCA; Paulinas.

FRANCO, Luis. 1967. Los grandes caciques de la Pampa. Buenos Aires, Ediciones del Candil.

LEVAGGI, Abelardo. 2000. Paz en la frontera. Historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indígenas en la Argentina (Siglos XVI-XIX). Buenos Aires, Universidad del Museo Social Argentino.

MANSILLA, Lucio V. 1989. Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires, Emecé Editores.

MARTINEZ SARASOLA, Carlos. 1992. Nuestros paisanos los indios. Vida, historia y destino de las comunidades indígenas en Argentina. Buenos Aires, Emecé Editores

MARTINEZ SARASOLA, Carlos. 1998. Los hijos de la Tierra. Historia de los Indígenas argentinos. Buenos Aires, Emecé Editores.

PAZ, Ricardo et al. 2001. Mapuches del Neuquén. Arte y cultura en la Patagonia argentina. Buenos Aires, Luz Editora

ROJAS, Ricardo. 1940. El Santo de la espada. Buenos Aires, Losada

ZEBALLOS, Estanislao S. 1961. Callvucurá, Painé, Relmu. Buenos Aires, Hachette