Los
hacedores de estos objetos extraordinarios fueron hombres y mujeres
indígenas pertenecientes a los araucanos, que
durante cuatro siglos ocuparon una vasta extensión de los
actuales territorios de Chile y Argentina.
Habían
venido del otro lado de los Andes, desde antes del siglo XVI, primero
en escaso número y con el correr del tiempo en nutridos contingentes.
Pasaron por los corredores del Neuquén, a través de
la cordillera de los Andes. Del otro lado de las montañas
se extendían desde el río Choapa al norte y el archipiélago
de Chiloé al sur, en tres grupos principales: picunches (norte),
mapuches (centro) y huilliches (sur).
En
el actual territorio neuquino -en la región centro oeste-,
entraron en contacto con los pehuenches y luego con los tehuelches,
los habitantes originarios de Pampa y Patagonia. Con esas comunidades
mantuvieron vínculos pacíficos y también guerreros,
que a la postre resultaron en la dominación casi total de
la región, que incluía lo que hoy es gran parte de
las provincias de Buenos Aires, La Pampa, Rio Negro, Neuquén
y Chubut.
Llegaron
a ocupar una vastedad increíble que solo pudo ser posible
por una multiplicidad de factores: su transformación en culturas
ecuestres, la fuerte identidad étnica -asociada a una notable
capacidad para la resistencia-, una cosmovisión aglutinante
y la presencia de fuertes jefaturas.
Huilliches, vorogas (araucanos de la zona de Vorohué), aucas
(mencionados así en las crónicas del siglo XVII) ,
pehuenches, mapuches, fueron incorporándose cada vez con
mayor número a la nueva tierra, aquí, en donde
corren los avestruces, el hogar de los tehuelches. El gran
tronco mapuche fue el que prevaleció y el que finalmente
dio la denominación genérica incluso a los grupos
étnicos actuales.
Paulatinamente,
su forma de vida original, agricola y pastoril se transformó
en las nuevas tierras en una economía basada en la apropiación
del ganado de los pueblos blancos de la frontera, que,
con centro en Buenos Aires, comenzaba la lenta pero irreversible
marcha hacia los territorios libres indigenas, ese espacio geográfico
que permaneció en poder de los indios hasta la Conquista
del Desierto en 1879.
Precisamente
ese eufemismo de llamar desierto a las tierras indígenas
fue parte de la negación de una realidad que no se quería
ver, o que se quería minimizar por parte de los centros de
poder blancos: la presencia de los hijos de la tierra,
esos con olor a grasa de potro y las crenchas al viento, con sus
caballos embrujados y con sus tolderías que posibilitaban
una mezcla de gentes provenientes de todas partes.
El
proceso que se denominó araucanización
fue una dinámica que en las llanuras involucró a grupos
étnicos de muy diverso origen, algunos de los cuales fueron
el resultado de una creciente mestización.
En
las primeras décadas del siglo XIX y hasta aproximadamente
1880, con epicentro en la provincia de La Pampa, se destacaban los
asentamientos de araucanosen Salinas Grandes (mapuches,
pehuenches y huilliches), liderados por Calfucurá y Namuncurá;
las comunidades ranqueles (de origen tehuelche y mapuche) con centro
en Leuvucó en el límite con la provincia de San Luis
y guiadas por los jefes pertenecientes al linaje de los zorros:
Yanquetruz, Painé Guor, Paguitruz Guor (Mariano Rosas) y
Epumer; y comunidades tehuelches-mapuches con mayor grado de autonomía,
con Vicente Pincén y Nahuel Payún a la cabeza, que
también ocupaban parte de la provincia de Buenos Aires.
Algunos
de estos grupos fueron llamados pampas por los primeros
cronistas, denominación genérica que pasó hasta
fines del siglo XIX, y que en realidad, una vez más, hace
alusión a comunidades de diverso origen.
Para
la misma época, otros importantes asentamientos se extendían
en la provincia del Neuquén, con grupos de mapuches -liderados
por Reuque-Curá- y tehuelches-mapuches conducidos por Valentín
Sayhueque, Señor de las Manzanas, el último cacique
en rendirse a las fuerzas militares en 1885.
Otros
cacicazgos completaban este panorama étnico-cultural de grandes
proporciones, que organizó la resistencia en los territorios
libres indígenas de las llanuras, hasta fines del siglo XIX:
Baigorrita y Ramón Cabral (Platero) entre los ranqueles;
Gervasio Chipitruz, Manuel Grande y Calfucir en la zona de Azul;
Purrán y Foyel en el territorio neuquino; entre muchos otros.
En
gran medida, la hegemonía alcanzada por los araucanos
se debió a los liderazgos descollantes de estos toquis (jefes
de la guerra) y lonko (caciques) que aglutinaron a miles y miles
de hombres, manteniéndolos de pie en defensa de sus culturas.
El punto culminante se alcanzó con la llegada y asentamiento
del toqui Calfucurá en Salinas Grandes, en 1834.
Estos
jefes eran hombres especiales. Poseedores del don de la palabra;
con atributos de sacralidad; considerados en muchos casos con poderes
especiales que los hacían excepcionales. Muchos eran adivinos.
Solían tener visiones y sueños cuyos significados
luego interpretaban en beneficio de sus comunidades. Con sus piedras
sagradas, como esa de color azul que el mismo Calfucurá encontró
siendo aún un adolescente y que lo acompañó
desde entonces señalándole su camino de liderazgo
y aún su propio nombre (Calfu: azul ; curá: piedra).
Los
grandes caciques eran algo más que jefes de la guerra. Representaban
una cosmovisión y un mundo espiritual, que a su vez permitió
el sostenimiento de la identidad y la autonomía indígena
por un tiempo muy prolongado. No estaban solos en esta empresa.
Además de la comunidad que los seguía casi incondicionalmente,
estos hombres contaban con las machi o chamanas, mujeres curadoras
y encargadas de establecer los puentes con los planos sobrenaturales;
las pillan kushe o ancianas espirituales; los encargados de la rogativa
o nguillatún y muchos de los artistas que hicieron estos
objetos, como el retrafe o platero, considerado en muchas ocasiones
también como alguien fuera de lo común.
Los
Señores de la Tierra, más allá de ejercer claramente
su autoridad, tenian una forma particular de gobernar. Paguitruz
Guor, el jefe ranquel le decía a Mansilla que en esta
tierra el que gobierna no es como entre los cristianos. Allí
manda el que manda y todos obedecen. Aquí hay que arreglarse
primero con los otros caciques, con los capitanejos, con los hombres
antiguos. Todos son libres y todos son iguales (Mansilla 1989:266)
Los
caciques eran depositarios de un fuerte poder politico y sumamente
complejo. Tenían un parlamento interno -la máxima
instancia en la toma de decisiones- conformado por los caciques
de menor rango y los capitanejos. Tenían escribientes, lenguaraces
y voceros (werken), a través de los cuales se comunicaban
con los visitantes y el Gobierno Central. Con este firmaron gran
cantidad de tratados en los que se establecían los intercambios,
los limites territoriales, las condiciones para la paz. Solían
recibir en las tolderías los diarios de la época,
lo que les permitía acceder a una información constante
y actualizada. Algunos de ellos poseían un archivo con documentación
muy variada.
Las
decisiones importantes solían llevarles varios días;
porque eran procesos colectivos en que no se llegaba a la definición
hasta que todos los que tenían algo para decir lo hubieran
hecho. Así era en el caso de la sucesión de un gran
lonko o bién en la declaración de la guerra o el establecimiento
de la paz.
Existían
lugares neutrales en donde las distintas comunidades
se reunían a parlamentar y discutir sobre temas comunes.
Es posible que la actual zona de Trenque Lauquen en la provincia
de Buenos Aires, haya sido un lugar elegido para estos fines. Su
mismo nombre (Laguna Redonda) nos sugiere también esta posibilidad.
Ministros,
diplomáticos, científicos, militares, sacerdotes,
viajeros, todos generalmente enviados por el Gobierno de Buenos
Aires, entablaron vínculos con ellos en un diálogo
que por décadas fue horizontal. De iguales a iguales. Con
algunos Presidentes llegaron a tener contacto epistolar y aún
personal.
Por
parte del hombre blanco, llegar fisicamente hasta ellos era una
tarea más que dificultosa, aunque no imposible. Era imprescindible
demostrar claridad de espíritu. Y cumplir con un protocolo
complicadísimo que podía llevar días y días
en las inmediaciones de las tolderías. El padre Salvaire,
en ocasión de dirigirse a entrevistarse con Manuel Namuncurá
en sus toldos de Chilhué (Salinas Grandes) en 1875 para gestionar
el rescate de algunos cautivos, relata que ese protocolo remitía
a un rito sagrado, con el cual el cacique quería recibir
al embajador del Arzobispo siguiendo en esto antiquísimas
costumbres. Y cuenta que luego de varios días en que fue
escoltado por nutridos grupos de indios que lo hacían detener,
y luego volver a emprender la marcha, descansando incluso en los
toldos de un capitanejo, llegó el día en que debía
presentarse frente al monarca de Salinas Grandes:
Recibimos
orden de adelantar. Hacemos como una cuadra de camino. Recibimos
otra orden de pararnos. Detrás de los médanos se divisan
innumerables lanzas. Llegan corriendo unos diez hombres con dos
lenguaraces a saludarnos en nombre de Namuncurá. Innumerables
preguntas. Vienen y vuelven cuatro veces. En fin, nos manda Namuncurá
avanzar. Subimos sobre el médano; inmediatamente nos encontramos
encerrados en un inmenso cerco de indios con lanzas. Gritería,
cornetas; lanzasos al carro. Recibimos la orden de pararnos. Nuevas
preguntas. En fin, recibimos orden de presentarnos delante del Cacique.
Al galope. Nos estrechan los indios gritando. En el fondo del cerco,
los indios más apiñados en 4 o 5 cercos. El laberinto
para llegar al Cacique. Los antiguos capitanejos sacan de la vaina
sus espadas para amenazarme, porque habían dicho que tenía
el Gualichu
(Diario del padre Salvaire. En: Durán 1998: 267)
Muchos
años antes, San Martín había tenido un intenso
contacto con los líderes pehuenches cuando previamente al
cruce de los Andes debió parlamentar durante varios días
con ellos en Mendoza. Sentado en el círculo ceremonial, en
medio de discursos interminables, se dirigió al anciano Necuñan
y pidió autorización para atravesar sus tierras. Por
medio de su lenguaraz Guajardo les dijo: ...debo pasar los
Andes por el sud, pero necesito para ello licencia de ustedes que
son los dueños del país (Rojas 1940:162)
Los
caciques fueron el símbolo de una época en que la
construcción de una nación plural era todavía
posible, a pesar de las violencias. Incluso muchos de ellos intentaron
la vía del entendimiento hasta último momento. Al
igual que sucedía en el lado de los blancos,
en donde también muchos procuraron ese acercamiento. Pero
esta alternativa no pudo ser y un día los Principales de
la Tierra dejaron de galopar por las llanuras.
Lo
que no pudo morir fue su espíritu, encarnado en los actuales
descendientes, y también en la necesidad creciente de cada
vez más personas de recuperar valores como el respeto a la
naturaleza y a todos los seres vivos; el sentido comunitario de
la existencia; lo imprescindible de la conexión con lo sagrado.
Esa conexión que muchos de los grandes lonkos corporizaban
en sus piedras, esas mismas que hoy en día algunos paisanos
piensan que llegan desde arriba, fabricadas por los mapuches del
cielo en las noches de tormenta.
Carlos
Martínez Sarasola
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